QUERELLANDO
Dice el dicho que “entre más templada la cuerda, más bonito suena”. Pero vengan les cuento la siguiente historia, pa’ que vean cómo una cuerda, por más lindo que suene, eventualmente se rompe.
EL TABÚ DE LOS ABOGADOS: DEJEMOS DE ROMANTIZAR LAS FIRMAS DE ABOGADOS
En esta nueva edición del “Tabú de los abogados” se le da la palabra a Pepita Pérez, quien renunció a su trabajo para cuidar su salud mental. Sí, así como lo oyen.
Fuente: Pexels.com
Por: Pepita Pérez
Esta es una historia real. Hace un par de meses me gradué de abogada y comencé a trabajar como asociada de una de las firmas más reconocidas en el país. Con el pecho inflado, asumí este nuevo reto, que por ningún motivo me lo habían regalado, pues ya llevaba casi dos años trabajando –y muy duro– en esa oficina.
Suena muy chévere y todo, pero la realidad era otra. Llevaba meses ignorando las múltiples red flags que indicaban, a todas luces, que yo no estaba bien y, peor aún, que no era feliz.
Empecé a trabajar a mis diecinueve años –apenas terminando mi tercer semestre de carrera– cuando un profesor de nuestra facultad me invitó a hacer parte de su firma. Han pasado casi cinco años y no he descansado un solo día desde entonces. En el 2021 entré a una segunda firma de abogados bajo un cargo de estudiante, y escalé hasta llegar al puesto más alto que mi nivel de estudios me permitía alcanzar.
Con el pasar de los años, inconscientemente, normalicé –como muchos otros– mi extensa jornada de trabajo, sacrificar planes con mi familia o amigos, dormir menos de ocho horas y a medias, tener el corazón acelerado, y no tener ni un solo segundo para mí en el día. Todo lo que no era trabajo había pasado a un segundo plano –muy a mi pesar– sin que yo me diera cuenta. Una verdadera historia de terror.
Para mi no fue fácil deconstruir el sueño que nos venden a la mayoría de javerianos: entrar chiquitos a una firma, trabajar de sol a sol, facturar como si no hubiese un mañana, e ir escalando poco a poco hasta llegar a socio. Paradójicamente, el chiste puede salir muy caro.
Mi punto de quiebre llegó como un tsunami; simplemente no podía más. La ansiedad y el afán por facturar me estaban consumiendo; mis amigos y familiares prendieron las alarmas. Fue en ese momento cuando empecé a desenmascarar el cuento en el que me había metido. Mi cuerpo y mi mente me estaban gritando que repensara mi vida. Y eso hice; tarde, pero lo hice.
Noté que tenía “un lugar favorito” para llorar en la oficina, y me di cuenta que algo no estaba bien.
Noté que los ataques de pánico que había empezado a sentir –porque antes no era así– eran motivados por, entre otros factores, mi ritmo de trabajo, y me di cuenta que algo no estaba bien.
Noté que, en varias oportunidades, me sentía culpable por enfermarme, incapacitarme y dejar de trabajar un par de días para curarme, y me di cuenta que algo no estaba bien.
Noté que, incluso, muchas veces trabajé estando enferma porque, en mis días de incapacidad, me asignaron más trabajo, y me di cuenta que algo no estaba bien.
Noté que había normalizado recibir correos un sábado a las siete de la mañana o los domingos en la tarde, y me di cuenta que algo no estaba bien.
Y no, nada de eso es normal. A los “putazos” –porque tuve que llorar y comer mucha m*rda para llegar a esto – entendí que no hay cliente, salario, o caso, que sea más importante que mi familia, mis amigos, o mi salud física y mental.
El día que les comenté a mis compañeros de trabajo que había tomado la decisión de renunciar no les pareció extraño. Todas las personas con las que hablé, sin excepción –y no estoy exagerando– habían sentido, al menos una vez, una ansiedad incontrolable desencadenada por su carga de trabajo.
Dice el dicho que “entre más templada la cuerda, más bonito suena”. Pero vengan les cuento la siguiente historia, pa’ que vean cómo una cuerda, por más lindo que suene, eventualmente se rompe.
Un día, mis amigos de la oficina y yo salimos a tomar cerveza, como acostumbran muchas firmas de abogados cuando se aproxima el fin de semana. Ese día yo aproveché para confesarles lo que estaba sintiendo, y uno de los presentes –a quien vamos a llamar Sutanito– nos contó esta historia:
“Un día yo estaba trabajando tarde en la noche en un vencimiento. Yo estaba muy preocupado porque marica, tenía que mandarle esa vaina al día siguiente al socio y no era ni fácil ni corto. Pero bueno, empecé a darle con toda y en esas estaba, hasta que me empezó un dolor en un brazo rarísimo. Yo me asusté porque mi papá sufrió un infarto y obvio pensé que era eso. Me dolía mucho el pecho, hasta que no aguanté más y le dije a mi hermana que me llevara a la clínica. Cuento largo o corto: afortunadamente no era un infarto, era ansiedad. La doctora me dijo que me fuera pa’ mi casa y que me tomara las cosas con más calma. Cuando volví, seguí trabajando, porque esa mierda no se iba a terminar sola”.
Claro, gracias a Cristo nuestro señor, Sutanito no siguió la suerte de su padre aquella noche; brindamos por eso. ¿Pero está bien celebrar que uno no sufrió un infarto, sino ansiedad? Independientemente de la gravedad del asunto, yo creo que no.
Ese día confirmé, reafirmé y ratifiqué que, en mi caso, renunciar era la decisión correcta. Repitan conmigo: un trabajo que me provoque ansiedad, o que me lleve a descuidar mis relaciones interpersonales, mi salud física o mental, no vale la pena.
Y si usted se siente identificado con mi historia o con la de mi amigo Sutanito, pues lo invito a que haga lo mismo: valore su tiempo y renuncie. Hay vida después de la firma, se lo juro.