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OPINIÓN

EL CARNAVAL DEL COVID

Por: Alejandra Vélez

Alrededor del año 4236 A.C, los pueblos del Valle del Nilo crearon un calendario que dividida el año en 360 días regulares y cinco días “maravillosos” equivalentes a un período místico fuera del tiempo; se celebraba la vida, la resurrección y la renovación teniendo como referencia al dios Wosir. Este pudo haber sido uno de los primeros carnavales.

Un carnaval es una procesión colectiva que crea una suspensión momentánea de la realidad, de todo aquello que conocemos como normal. Se busca una inversión del mundo cotidiano y de los valores formales de la ética y el poder, en donde se enmascara lo tradicional y se presentan fenómenos, sin cabida en otros tiempos, a través de expresiones, gestos y acciones insólitas comandadas por la locura.

Esa definición no es la adecuada, pero es bastante precisa para presentar a la cuarentena: un tiempo de aislamiento regido por reglas especiales, privativas, que lo hacen una ocasión excepcional, introduciendo una lógica, una moral y una economía que, frecuentemente, contradicen las nociones habituales. De esta forma, logra manifestar un proceso cultural que obedece a procesos sociales internos, que hace que adquiera su propia historia y sus propias características en cada lugar.

Siempre que hablamos sobre la pandemia se recurre a nociones radicales o blanco o negro, el Covid-19 es lo mejor o lo peor que nos ha pasado como sociedad, pero esas son opiniones que se dejan embelesar por los sentimientos del momento. Un carnaval representa una desbordante alegría que solo se puede definir a través de la experiencia, “quien lo vive es quien lo goza” se diría en Barranquilla, pero al interior de un bullicio siempre hay momentos buenos y malos.

Exactamente eso es lo que se busca, mostrar momentos sagrados que den sentido a la complejidad humana, homenajeando la vida y creando rituales regeneradores; que nos permiten reconocernos en un mundo tan racional como irracional en donde se necesita: gritar, odiar, llorar, amar, desear, morir y resucitar para volver a ser. El Carnaval del Covid-19 es una temporada de desorden y caos que nos guía a una terapia individual y al inconsciente personal-colectivo intentando aflorar los sentimientos reprimidos. Tiene un sentido de liberación que se puede ver como la necesidad estructural de ejecutar una catarsis. 

Hay símbolos de los carnavales que se materializan y duplican en la pandemia. Las máscaras sacralizan a los individuos, desdoblando su personalidad, acercándolos a sus orígenes psíquicos-sociales; en otras palabras, protegen al individuo de otros agentes carnavalescos. El cuerpo se transforma en un espacio nuevo para expresiones dramáticas casi siempre improvisadas; el escenario de creación se oye y se goza con la música y los tambores que marcan el ritmo del baile.  En la cuarentena, a través de los ritmos marcados por los artistas errantes que posan en la calle, atrayendo las miradas curiosas y cultivando las raíces de una determinada comunidad. La muerte, representa la posibilidad remota de renacer en otras condiciones y en otras circunstancias. En el carnaval de Barranquilla, por ejemplo, la muerte es un constante acompañante que toma el protagónico el último día cuando se lleva a “Joselito Carnaval” y sus viudas llorosas lo velan y entierran hasta el próximo año. La sátira y la “mamadera de gallo”, normalmente contra las autoridades, se ven respectivamente en los agravios de los habitantes y en la continua prolongación del aislamiento.

El carnaval es una experiencia individual o colectiva y, su mayor particularidad, radica en la posibilidad de participar en la vivencia del otro o de los otros. Por eso permite la posibilidad real de intercambiar los roles, travestir mi conducta en la conducta del otro, de admirar y criticar, pero también de subsistir sin excluir; aportando al crecimiento del ser humano integral.

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