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EN EL HUECO

La democracia liberal en Colombia ha rozado el fin antes y más 

Behemot en Bogotá 

Laureano Gómez ascendió al poder entre las roturas del conservadurismo y la debacle liberal. Entre 1950 y 1953, su objetivo fue cimentar la República que jamás vimos. 

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Por: Marc Camañes Muñoz 

La muerte es primero una imagen. De la observación del mundo mismo, y de la marcha de quienes nos precedieron, se deriva tendencia de lo vivo a perecer. Mediante una extrapolación algo ominosa, conocemos que nuestro cuerpo debe, también, caer en polvo. Por tanto tiempo como persistimos en vivir, esa imagen final ha de quedar velada para hacer el proceso más digno. Un alma sana, en el sentido que William James quiso señalar, es aquella que tiende a ver lo bueno y valioso de las cosas. Si la idea de la fatalidad despliega una fuerza permanente y compulsiva, todo ello ennegrece a su sombra. En esto no puede haber gran duda. Un alma sana es aquella que, en primer lugar, ha suprimido y suprime la imagen mortal.

 

Un país sano no imaginará la muerte de su régimen, y sin duda debería preocuparnos que el imaginario colombiano se haya obsesionado con el fin de su democracia: que Colombia piense su fin es tan alarmante como si lo hiciese un hombre. Para muchos, la presidencia de Álvaro Uribe, cuyos ecos fueron recuperados por el redoble autoritario del gobierno de Iván Duque, reavivó una desconfianza generalizada hacia la política del país. Con frecuencia, se rememoran la debilidad de las leyes públicas, la demolición de garantías personales de seguridad, el atrincheramiento de la clase política; temas viejos y nuevos que, en cierto sentido, evocan la descomposición de la democracia liberal aquí y allí.

 

No minusvaloro el peso de estos hechos. No obstante, si el público colombiano insiste en pensar el fin de su república, es menester profundizar en la idea. Tenerla de por sí ya es propio de un alma enferma en el sentido de James, pero si esta debe imponerse, como en la historia todo desafío viene a hacer, es perentorio enfrentarse a ella en rigor; y es en los precedentes que se clarifica la noción.

 

Datar las diversas violencias políticas del siglo XX colombiano es disputa de historiadores. Un hecho constante, por otro lado, es el modo en que las élites participaban de ella. La tensión a veces se destapaba de forma banal. En su antología de historia presidencial, Ignacio Arizmendi recogía una temprana anécdota acaecida en 1911, cuando Federico Martínez Rivas, director del periódico Comentarios, se encontraba en la tribuna parlamentaria. Se le acercó un prometedor congresista, conocido por su buen verbo, su vehemencia, y también su hostil uso de La Unidad, un periódico que había fundado dos años antes, y que había dedicado a Martínez Rivas una columna para desollarlo. El parlamentario le exigió explicaciones sobre lo que Comentarios había publicado sobre él; el otro le dirigió una pregunta análoga. El uno extrajo su bastón y el otro su revólver, y la sala se lanzó al desastre.

 

Laureano Eleuterio Gómez Castro era aquel parlamentario. Y, en efecto, la cohesión de sus ideas siempre fue inferior a la constancia de su beligerancia. Su biografía es un historial de guerra verbal: sus discursos, nítidos y pulidos, atormentaban a una oposición que acabó por apelarle "el hombre tempestad". Su ideario conservador conocía al menos tres pilares: el catolicismo, el hispanismo y el iliberalismo. Al igual que otros tantos políticos contemporáneos, la batalla política de Laureano era doble: resonaba en el parlamento y se deletreaba en los periódicos. Ambos mundos constituían una unidad simple; la anécdota anterior lo remarca.

 

Entrada la década de 1940, dirigía las filas más radicales del partido, bordeado solo por la facción fascista de Gilberto Alzate. En paralelo, un sector moderado se fue reuniendo en torno a Mariano Ospina. En todos ellos crepitaba la ambición de recuperar la República de manos liberales, ya diez años en su tenencia. Desandar ese camino significaría la erosión de una gran obra que la oposición no estaba dispuesta a perder. A ojos de sus enemigos, Ospina podía significar una pérdida de equilibrio, quizás un gesto regresivo; Laureano, por su parte, presentaba una amenaza superior. El espíritu de otros copartidarios pasados, como Abel Carbonell, que quiso repensar la cuestión social desde un conservadurismo medido, práctico y deslindado de la represión tradicional, debía también suprimirse. PAra Laureano, el objetivo no era únicamente reconducir un gobierno, sino reformular las bases del país para moldearlo más predeterminado, rígido y resistente ante las amenazas del liberalismo, el comunismo y la Modernidad. Tarde o temprano, pareció evidente que este refuerzo, esta arquitectura defensiva, solo era posible mediante una reforma constitucional. En esto el laureanismo demostraba ser más ambicioso que sus contemporáneos. Desplazar a López Pumarejo era una cosa; desplazar sus enmiendas o la Constitución de 1886 iba a ser otra.

 

Para Laureano, Colombia necesitaba este arreglo. El "dogma de la mitad más uno", prójimo del sufragio universal, había sustituido el raciocinio por el sinsentido de las masas, el meneo y jaleo "oscuro e inepto vulgo". Y el problema era incluso más profundo. Notorios –y también aplaudidos– fueron sus comentarios sobre la pobreza espiritual más allá de la zona andina, el "frenesí lúbrico", la "mentira", de la Colombia de "naturaleza tropical". En todo el territorio, las herencias india y negra eran "estigmas de completa inferioridad", donde lo español era "donde buscar las líneas directrices del carácter colombiano contemporáneo". Esta geografía filosófica no debe extrañarnos en un momento de fiebre social-darwinista. Más de un estudiante de la Universidad Nacional desfallecería al descubrir los mismos síntomas en Gaitán, un caudillo del pueblo algo alérgico a sus "taras atávicas herenciales y circunstanciales".

Frente a estos fantasmas, lo español en sentido histórico tuvo siempre un gran atractivo para Laureano, y pronto lo tendría también en sentido contemporáneo. Su hispanismo convencido, unido a su catolicismo ultramontano, lo llevaría a simpatizar con el proyecto nacional-católico español, para lo cual llegó a prestar su grito de "¡Arriba España!". En una ocasión, a esto se añadió "¡católica e imperial!". Estos los elementos más atractivos del fenómeno español - los otros, aun lejos de caer en un punto ciego, merecían menos atención. En cuanto al falangismo, Laureano tenía escaso interés por crear un partido de masas, le repelía su aspecto revolucionario y rechazaba, en general, el totalitarismo europeo; lo más salvable del falangismo era su modelo corporativista, concebido por Laureano más bien desde el catolicismo, y su vehemente nacionalismo hispánico, también teñido de catolicismo. Antes de consolidarse la dictadura del general Franco, en una primera fase evolutiva, el falangismo español había adoptado la fórmula de José Antonio Primo de Rivera en detrimento del nacionalsindicalismo de Ledesma Ramos, de tono más soreliano. Cuando el régimen franquista adoptó la seña de Falange, desalojó paulatinamente varios de sus contenidos más radicales y revolucionarios, preservando ante todo el nacionalismo, el catolicismo, el hispanismo, la familia, el anticomunismo y la robustez del principio autoritario. España, ante todo, ejercía sobre él una fuerza magnética por estos motivos.

Al ser electo Pumarejo, podría haberle confesado al embajador estadounidense entonces, Spruille Braden, una cierta inclinación por la guerra civil. Sea cual sea la veracidad de esto, si este fue en algún momento su deseo, en España lo habría encontrado consumado. Yacía allí la química seductora que aunaba la ultranza, el buen orden y la derecha reaccionaria. Más que un filofascismo puro, el carácter de este enlace fue el de un conservadurismo intransigente, combativo y represor, comprometido con la autoridad, que no la liberalidad. Aunque en ocasiones mencionados en la misma frase, Laureano evocaba el absolutismo de Maistre más a menudo que el moderantismo de Burke.

Caducos los años liberales, Mariano Ospina llegó al poder en las elecciones de 1946. Ciertamente, su figura despertaba menos animosidad que la de Laureano. Para el sector laureanista, el retorno conservador era un paso en la dirección indicada, pero uno que debía en todo caso dar pie a otro mayor y superador. Un glorioso dolor aceleraría el proceso: el asesinato en Bogotá de Jorge Eliécer Gaitán el 9 de abril de 1948. La crispación inicialmente contenida por el ospinismo ahora hervía del todo. Llegaba el momento de tomar el caudillaje que Gaitán no logró. Para ello, Laureano debía presentarse espartano en la Atenas del Sur. Los liberales consiguieron adelantar las elecciones con la sanción de la Corte Suprema y la desaprobación del gabinete de Ospina, ahora caído en desgracia. Laureano, electo como candidato único en 1949, tomó posesión en 1950; su facción, presa de intransigencias a izquierda y derecha, marcharía casi en solitario.

Se convocó a finales de 1952 una Asamblea Nacional Constituyente. Su proyecto contemplaba un estricto control sobre las potencialidades del movimiento obrero, sobre todo la huelga, históricamente la herramienta más efectiva del trabajador colombiano. Se restauraba la estrecha relación entre Iglesia y Estado, algo escasamente sorprendente cuando Laureano se había declarado seguidor político de Santo Tomás y recibido, seguramente, las enseñanzas de Pío XI sobre economía católica. Se imponía, desnudamente, la censura. Se buscó que el cargo de presidente retornase a los seis años previstos en 1886; la cifra de cinco fue escogida a modo de acuerdo. La Cámara de Representantes perdería el derecho a acusar al Presidente o a sus ministros, función que quedaría transferida al Consejo de Estado, que seguiría siendo electo a partir de los candidatos que el Presidente proveyese al Senado; el Senado, a su vez, sería presidido por el Vicepresidente, y tendría una forma mixta entre democrática y corporativista; la Cámara de Representantes, lesa, se reuniría por menos tiempo en sus sesiones, y debía mostrar, junto al Senado, mayorías más fuertes si el Gobierno objetaba a su legislar. En efecto, el Poder Legislativo debía sentirse modesto ante la capitanía del Poder Ejecutivo. En régimen ordinario, la separación de poderes se difuminaba; en régimen de excepción, desaparecía. La excepcionalidad era de hecho previsible dada la situación nacional, y también dado Laureano, que había preferido y prolongado el estado de sitio durante su presidencia. En días de sol, democracia autoritaria; en temporadas de lluvia, dictadura civil.

 

​El proyecto laureanista de constitución era más que un compendio de ajustes autoritarios: era la semilla de mil más. Sus claves abrían más puertas y ventanas de las que Uribe jamás tocó. Donde este se aseguró una presidencia más, Laureano podría haber asegurado un modelo nacional entero indefinidamente. En lo interno, su destino frente a la guerrilla es difícil de especular: la Colombia de Laureano podría haber pacificado, tanto como descontrolado, la violencia social. Por otra parte, su discutiblemente hipócrita giro en política exterior en favor de EE.UU., simbolizado en el envío del Batallón Colombia a Corea, era el cimiento de una alianza sólida: la Guerra Fría habría revalidado su personalidad más de lo que el actual orden liberal internacional habría aceptado un Uribe de similares ambiciones. El proyecto laureanista era a la vez bala y blindaje.​

La débil salud del propio Laureano, víctima de dos infartos en 1951, le relegó a proyectar influencia desde el fondo. Le sucedió Roberto Urdaneta, a todos los efectos un político más templado y abordable. Cuando Laureano quiso retomar su despacho en 1953, pretendiendo destituir a Gustavo Rojas Pinilla, el general le sugirió a Urdaneta retener la presidencia, y este se negó por principios. Pese a la cierta extrañeza de los acontecimientos, el general accedió al poder con la aquiescencia de Urdaneta, el apoyo de quienes se oponían al retorno de Laureano y la suavidad de la venia parlamentaria. Años después, el Frente Nacional ya contó con un Laureano más débil. El protagonismo de Lleras y Valencia, nuevas caras del bipartidismo, pronosticaba la mengua del laureanismo. Él mismo vivió para verlo.

 

Los factores que detuvieron a Laureano fueron procesos caóticos –la animosidad de Rojas y su final "golpe de opinión"– o verdaderamente fortuitos –su salud cardíaca–. Un Laureano con mayor salud y una Colombia algo más complaciente, casos no inimaginables, podrían haber permitido la creación de un genuino estado autoritario. Por supuesto, no hay mal alguno en avistar los abusos y excesos del poder político actual. Conocer los instantes en los que devino más fatal, por otra parte, facilita conocer sus gestos, anticipar su estocada; en ello, refinar la alerta.

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